Hay arte

 

Querida persona lectora,

Estas semanas ando sumida en un proyecto exigente, en el que me he puesto (yo a mí misma) el objetivo de terminar en poco tiempo algo que quizá es un poco ambicioso. Se trata de un nuevo librito, sobre la calma y el silencio. Algo que, en realidad, llevo mucho tiempo gestando (con proyectos descartados por el camino) pero que, una vez superada la crisis creativa de los últimos meses, por fin me he decidido a poner sobre papel. Estoy emocionada e ilusionada, porque poco a poco estoy sintiendo que vuelvo en mí.

Pero incluso en los trabajos en los que nos sentimos más en sintonía, a veces hay momentos de cansancio. De hecho, más a menudo de lo que parece, todos tenemos breakdowns (eso de “trabaja en lo que te gusta y no tendrás que trabajar un solo día de tu vida” me parece una patraña).

Por diversas circunstancias, el viernes terminaba el día triste, cansada, desanimada. Había acabado siendo uno de esos días en los que la mente se te nubla y no ves mucho más allá. Iba en el coche a un recado rumiando el pensamiento de que el mundo camina a una velocidad que se me hace cada vez más difícil de seguir. Me abruma la sensación de saturación que siento cuando miro Instagram y veo a todo el mundo tan activo, tan hacia fuera, tan al día… cuando a mí, cada vez más, me están dando ganas de irme a vivir al campo y mandar a todo el mundo a la porra.

En modo “la oscuridad se cierne sobre mí”, volvía a casa para seguir con el trabajo y avanzar en la lista de tareas pendientes. Pero muy en el fondo, tenía la necesidad de otra cosa. No sabía muy bien qué, pero el cuerpo me pedía a gritos algo diferente que no fuera volver a trabajar. Generalmente, cuando tengo estos impulsos no suelo permitirme llevarlos a cabo así sin más, porque hay que ser adultos y esas cosas. Pero de repente, lo sentí claramente y con mucha fuerza: necesitaba ir a un museo. Recordé que en la fundación Bancaja había una exposición de “Sorolla dibujante”, así que, antes de que me diera tiempo a pensar excusas para no ir, torcí el volante hacia esa dirección. Por un instante me acordé de aquella vez en la que, de adolescente, una tarde en mi casa de las afueras de la ciudad se me antojó un “Frapuccino” a las 7 de la tarde y viajé casi una hora en tranvía solo para comprármelo (aaah, la adolescencia). 

Cuando llegué a la exposición, casi me pongo a llorar (real). Me senté a ver un pequeño vídeo de presentación en el que hablaban sobre la colección de dibujos y la historia que los acompañaba. Sorolla es uno de mis pintores favoritos, pero pocas veces había visto sus dibujos y bocetos previos a los cuadros, ya que en el mundo del arte, a menudo, se les da menos importancia que a las pinturas finales. Pero os confieso que para mí, a veces tienen incluso más encanto los esbozos rápidos que los cuadros terminados. Recorrí la sala como una niña pequeña. Vi, entre otras cosas, una maravilla de acuarelas de la ciudad de Nueva York (¡nunca hubiera asociado a Sorolla con Nueva York!) pintados a principios del siglo XX. Los trazos rápidos, la forma en la que reflejaba la lluvia en la ciudad, a las afueras de Central Park… me dejaron sin palabras.

Joaquín Sorolla, Nieve en Central Park, Nueva York, 1911. Gouache sobre papel. Museo Sorolla, Madrid

Ya estaba yo idealizando la época de Sorolla y fantaseando con cómo hubiera sido vivir en ese mundo pre-tecnológico, lejos de pantallas y velocidades tan exigentes, cuando de repente, vi algo que me pareció como si Sorolla me hablara directamente, (y para darme un “zasca”, todo sea dicho). Era una frase escrita en la pared, que decía lo siguiente: 

“Lamentablemente, es el artista el que piensa que para hacer un trabajo artístico debe huir del ruidoso mundo actual. Y es precisamente en medio de ese ruido mundano donde se debe encontrar el arte. Pensemos, por ejemplo, en Nueva York. Hay arte en sus calles, y en sus plazas, en los clubs y en los teatros, en los autobuses y en los vagones de metro.” 

No pude más que sonreír para mí misma y darle la razón al maestro ("touché") . Aunque nos cueste verlo, también hay arte hoy en día en las esquinas, en nuestro vaivén ajetreado e incluso entre las pantallas. Solo hay que saber cómo mirar. Eso es todo.

Cuando volví a casa, ya haciéndose de noche, había un atasco fuera de lo común. En otras circunstancias, probablemente hubiera maldecido el tráfico y habría sido un trayecto muy largo, pero en lugar de eso, traté de ver la vida a mi alrededor como lo habría hecho Sorolla. Me preguntaba qué habría captado de nuestras ciudades actuales, dónde habría visto la belleza (y si hubiera sido capaz de verla también en un atasco). Y cuando ya estaba llegando a mi destino, en un momento fugaz capté un instante precioso de luz en el cielo, farolas encendidas y carreteras bulliciosas. 

Al llegar a casa, por primera vez en años, saqué las acuarelas y los pinceles. Mis ilustraciones son casi siempre digitales, pero esta vez (claramente influenciada por la exposición que acababa de visitar), el cuerpo me pidió otra cosa. Y pinté, como pude y a pesar de mi falta de práctica, la estampa que acababa de ver y que todavía retenía en la memoria.

Y, la verdad... poco más tengo que añadir. Solo haré un último alegato a favor de la espontaneidad, de permitirnos aquello que nos pide el cuerpo y del romanticismo. Qué importante es hacer hueco siempre para aquello que nos propulsa, lo que nos enciende la chispa y nos da energía para poder continuar con el resto de cosas de la vida. Una vez leí una frase que decía:


"A menudo, te sientes cansado no porque hayas hecho demasiadas cosas, sino porque has hecho muy poco de lo que enciende una luz en ti". 


El otoño es idóneo para visitar lugares como museos, cafés y librerías, y quiero poder hacerlo más a menudo. Porque, ya sea eso lo que te da la vida, o la naturaleza, el deporte o lo que sea, hay que hacerlo más. Hay que hacer más de aquello que nos da vida. Porque si no, ¿qué sentido tiene todo esto?

 
Sara Peña Martín